domingo, 23 de septiembre de 2018

EL MARTIRIO DE MAITE Y PABLO

Para ellos, todos los días era la misma aflicción. Un cambio inesperado en la programación televisiva diaria podía resultar un trastorno en sus rutinarias y desconsoladas vidas. El silencio estremecedor de aquella casa sólo podía ser interrumpido por las voces que llegaban de otros vecinos o el crujido de las pipas al romperse. Los cuerpos se molestaban el uno al otro en un pequeño e incomodo sofá, mientras que la intensa humareda de tabaco solía entremezclarse con el insoportable vaho que provenía de una pequeña cocina de la cual asomaban infinidad de productos aceitosos o de elaboración rápida. La habitación no escondía ninguna sorpresa: un viejo colchón hundido y fajos de ropa esparcidos por todos los rincones. Mientras, una pequeña radio roja era la encargada de amenizar la desvelada. La mañana se debatía entre la amargura de empezar un nuevo día y el sonido de una tos seca, moribunda. Un café rápido acompañado de un pitillo servían de distracción para evitar las miradas. Cada metro, cada recoveco de aquel hogar estaban malditos. La jornada laboral servía de pretexto para alargar las horas de hastío y resignación, la desesperación se acumulaba en unos abotargados cerebros. La aproximación del fin de semana pesaba como una losa, suponía un descenso al mismísimo infierno. Algunas penas ajenas valen de improvisado consuelo, un velatorio casual donde esconder los propios dolores e impotencia. Mientras, los cuerpos se resienten a la vez que envejecen sin la necesidad de que pase el tiempo. Hay un extraño temor a salir de ese “confortable” bucle de suplicio y desazón. La ruta del sufrimiento es generosa, te seduce para morir un poco más apresuradamente todos los días. Una vez terminado el trabajo, no hay forma de improvisar una pequeña alegría si ésta no está condicionada por la amargura (la contrariedad siempre está dispuesta). Caminabais despacio por unas fatigadas calles. Llegabais al portal, el mismo eco, las mismas voces de fondo, el mismo silencio. Al entrar en casa os dirigíais al baño, un par de cepillos de dientes en un viejo vaso y una placa de jabón pegada al lavabo intentaban burlar la decadencia. Se abria la puerta de la calle mientras caminabais por el estrecho pasillo, os cruzabais sin miraros a los ojos. Ese instante se hace eterno, doloroso, ni siquiera hay un reproche o una pequeña discusión, algo con lo que después poderse reconciliar. Una imposición absurda, un castigo añadido al de aquel 15 de noviembre, en el cual los dos habíais bebido, como de costumbre, más de la cuenta, quizás para confundir o entretener al alma, para intentar sentir lo que no sentíais, para hablar o presumir de lo que no erais, para pensar como otros querían, para fingir que valíais, para tener la aprobación de personajes anodinos, insustanciales e insípidos. Pero la fatalidad estaba marcada ese día en el calendario. La imprudencia, sumada a la obstinación del momento, hizo que vuestro coche quedara empotrado contra un camión, mientras vuestros dos hijos de 6 y 4 años agonizaban en el interior del vehículo en llamas hasta perecer. Nunca se volvió a hablar de aquello. Desde entonces, el martirio y la penitencia se fundieron en un ritual macabro. Patxi Sagarna.