Hace cerca de tres meses estuve haciendo turismo hospitalario visitando durante varios días seguidos a un amigo. Para romper con la monotonía del habitáculo y de la programación televisiva del vecino de habitación ( Tele 5) solíamos salir a sentarnos fuera en los asientos que hay en los pasillos. Por allí transitaban enferm@s agarrados del brazo de algún familiar, con paso generalmente torpe pero con esa firmeza casi tozuda del que quiere dar un impulso mas a la vida. El orgullo estético se veía desplazado y remplazado por una simple blusa hospitalaria o una bata de casa, el pudor tampoco estaba en su momento mas álgido por estos parajes, por lo que no era difícil encontrarte con pacientes paseando con la camisola suelta o desatada y medio culo o el culo entero al aire. Todo el maquillaje callejero con el que por lo general intentamos en el exterior disimular el paso de los años o un sinfín de complejos o estupideces, allí, queda anulado. Estamos en versión acústica, como las canciones cuando nacen o las tocas por primera vez, desnudas, sin los adornos ni las parafernalias posteriores. A pelo.
Uno de los días bajé a la máquina a comprar dos botellines de agua y me encontré con Carmen. Carmen es la hermana de un viejo amigo mío. Me dijo que Roberto (que así se llama el) estaba ingresado en la planta del tórax (he de reconocer que cuando escucho a alguien mencionar este lugar me da cierto pavor). Roberto, es un tipo al que le gusta ir "bien" maqueado, está bronceado todo el año a base de solárium, lleva el pelo engominado, gafas de sol, tatuajes, cadenas y sortijas varias. Yo siempre le digo que parece un narco colombiano en versión spanish. Su hermana me acompañó hasta la habitación. Al entrar, me encontré a un Roberto con la mascarilla de oxigeno puesta, tenia unos viales conectadas a los brazos desde los cuales le iban administrando diferentes medicamentos, también había una maquina que no se que narices marcaba, en definitiva, parecía Franco en aquellas ultimas fotos que le hizo su propio yerno, el marques de Villaverde, en el hospital, moribundo, y que luego (parece) vendió a buen precio. Roberto habla con dificultad, no puede levantarse de la cama, observo que sus brazos han perdido masa muscular hasta tal punto que, no logro leer bien lo que pone en sus estúpidos tatuajes. Veo que el moreno de solárium brilla por su ausencia, tampoco, como es natural, hay ni rastro de cadenas, sortijas, gafas del sol, pelo engominado o ropa estrafalaria. Hay otra realidad que se impone por decreto de urgencia, y no es otra que la de la lucha por la supervivencia. Lo que daría Roberto ahora mismo por poder pasear por el pasillo, agarrado del brazo de un familiar, con su bata y el culo al aire. Es curioso como puede cambiar la percepción de las cosas de un lugar a otro en cuestión de un instante. En estas circunstancias, uno se da cuenta de que su rutina diaria es el tesoro preciado. Cualquier situación cotidiana que hacías con la correspondiente pereza como bajar la basura o ir al super para hacer las compras, ahora te parecen un paraíso. Dos huevos fritos, un bocadillo de chorizo, son en ese momento un inalcanzable manjar de Dioses .En definitiva, tu día a día, se ha visto mutilado de forma inesperada por complicaciones de la salud. Y para colmo, tú, que eres ateo perdido, te ves pidiendo a Dios, a la Virgen del Rocío, y a todo el séquito folklorico celestial que te ayuden a salir bien parado del complicado percance (promesas incluidas).
Tocan la puerta y entran cuatro enfermeras, me hacen salir. Espero fuera cerca de quince minutos para volver a entrar y despedirme. Cuando entro le encuentro irritado, tiene que hacer sus necesidades en unos pañales que lleva puestos y que le cambian dos veces al día. Me confiesa que no lo lleva nada bien, pero, ese pequeño y comprensivo grado de orgullo o amor propio es muchas veces un buen aliado.
Visité a Roberto de forma esporádica tres o cuatro veces mas, hasta que vi que, ya podía caminar por los pasillos con su bata y medio culo al aire. Hace unos quince días me lo crucé paseando por la playa de la Concha. Iba con su hermana Carmen, abrigado, muy mejorado, bien engominado, con las gafas de sol a la altura de su frente, con su bisutería habitual. Me dijo que venia de apuntarse a unas sesiones de solárium.. Yo sonreí, porque en el fondo, me gusta el Roberto de siempre, con apariencia de narco. A mi, como no me gustan los solárium, me fui a un bar y me comí un bocadillo de calamares con salsa de moquillo de caracoles rebozados con garbanzos y morcilla de Angola. Patxi Sagarna