lunes, 28 de diciembre de 2020

Terminar el año estornudando y a hostias

Cojo el autobús de las seis de la tarde que va a Donostia. Enfrente de mí, sentados, van una chica y un chico y, a mi derecha, un señor de unos sesenta y cinco años. Después de una rápida inspección ocular a los calcetines de los pasajeros me pongo el mp3 para amenizar un poco el trayecto. Tengo una obsesión enfermiza por esta prenda que cubre los pies. Poseo varias tesis, teorías y estudios, los cuales ayudan a adivinar o intuir la personalidad del individuo, el estado emocional, el tipo de trastorno o desequilibrio, frecuencia de la higiene etc. Y, todo eso, con un pequeño examen de la calceta. Estoy tan avanzado en el asunto que por el olor a pies de una persona puedo adivinar el tipo de calcetines que usa.

En el autobús va demasiada gente y para colmo se me ha colado un hilo de la mascarilla por la nariz y me han entrado ganas de estornudar. Hace no mucho no hubiera tenido la menor importancia, pero uno piensa que, tal y como están las cosas, ahora con tanto energúmeno, hipocondriaco, aprensivo y maniático obsesivo, estornudar en estas circunstancia puede costarte la vida o una manta de ostias o la cárcel. Seguro que no faltaría algún juez que te acusara de atentado contra la salud pública, con premeditación y alevosía folklorico-viral-homicida. Un estornudo se ha convertido en una acción terrorista. Estornudar o tener un simple catarro es el equivalente a llevar un cinturón de explosivos pegado a la cintura. Durante un momento he logrado despistar la acción con un leve movimiento de la mascarilla pero el amago de estornudo amenaza otra vez y ahora lo hace con mas fuerza. Estoy aterrorizado, muevo la mascarilla, abro la boca, mandibuleo, bostezo, me estiro de las orejas, respiro hondo, me doy pequeños golpes en la nariz, agacho la cabeza... pero nada. La cosa se pone fea, tan fea que recurro a una canción de Alex Ubago que, por lo general, suele tener un fuerte poder anestesiante y narcótico. Pero ni por esas. Totalmente desesperado decido cambiar de estrategia, me doy golpes en la nuca con la parte trasera del asiento, incluso llamo a un amigo por teléfono para ver si, de esta manera, hablando, mientras me doy pequeños coscorrones, el temporal amaina. Pero no hay forma. Miro en Google las diferentes formas de evitar un estornudo, la mayoría no están a mi alcance, y otras como mirar a la luz o morderse la lengua no me producen el mas mínimo alivio. Estoy totalmente agotado de tanto hacer el imbécil, de movimientos y muecas estúpidas, por lo que decido dejarme llevar por mis necesidades naturales y estornudar con la mascarilla puesta. Es una auténtica guarrada, pero son males menores. Me consuelo pensando en aquel colega mío que el día de su boda, mientras daba el si-quiero, le vino un estornudo, y como la noche anterior había empinado el codo mas de lo debido, con el esfuerzo, se cagó encima. Además, también cabe la posibilidad de que la gente se apiade de mí y la cosa no pase de un simple rapapolvo y unas cuantas miradas de enfado. Llega el autobús a la siguiente parada y, por algún motivo que desconozco, se queda prácticamente vacío. Estoy totalmente solo en la parte de atrás, tengo la sensación de estar en el paraíso. Dé repente, escucho el estornudo de una señora que va en la parte delantera, seguidamente estornudo yo, nos miramos, sonreímos y por fin llega el autobús a Donosti. Patxi Sagarna